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PARRAS FOTOS Y RECUERDOS.
 
MUERTE Y ENTIERRO DEL SEGUNDO MARQUES DE SAN MIGUEL DE AGUAYO. PEQUEÑA CRONIQUILLA. PARTE I.

Por GILDARDO CONTRERAS PALACIOS.

CONSTANCIA DE SU MUERTE.

“En diez de marzo de mil setecientos treinta y cuatro años, en la iglesia del Colegio de la Sagrada Compañía de JHS de este pueblo de Santa María de las Parras, el reverendo padre Gregorio Uville, de la misma Compañía, enterró en la capilla de San Francisco Xavier de dicha iglesia, al señor don Joseph de Azlor y Virto de Vera, Marques de San Miguel de Aguayo, gentil hombre de Cámara de su Majestad, Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos. Viudo de la señora doña Ygnacia Xaviera de Echeverz, Marquesa de San Miguel de Aguayo. Otorgó poder para testar a favor de las señoras doña Josepha y doña Ygnacia de Azlor, sus hijas; el cual otorgó en la hacienda de los patos de esta jurisdicción, el día siete del presente mes y año, por ante don Adriano González Zienfuegos, justicia mayor de este dicho pueblo y su jurisdicción, en que se remite a la disposición del año pasado de mil setecientos treinta y dos, y por ante de don Joachin de Anssures, Escribano Real. Dispuso su entierro a la voluntad de sus albaceas y en la misma forma que lo hizo el de su esposa, la señora Marquesa. Para ordenar el testamento, mandó se esté, este borrador que para este fin los dichos marqueses hicieron. Nombró por albaceas a las referidas señoras, doña Josepha, y doña María Ygnacia de Azlor, sus hijas, a quienes nombró como herederas. Le administró los Santos sacramentos de penitencia, Sagrada Eucaristía y Extremaunción, el bachiller don Christobal Delfín, teniente de cura. Y para que conste lo firmó Manuel de Valdés.”

En esta forma quedó registrada en los libros parroquiales de parras, el fallecimiento del que fue el segundo marqués de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya, don Joseph Ramón de Azlor y Virto de Vera, español ultramarino originario de Zaragoza, Aragón. Nació en el año de 1677. En abril de 1704, se casó en Pamplona, España, con doña Ignacia Xaviera de Echéverz y Valdés. Por esta unión le vino el título nobiliario del Marquesado de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya. Para su esposa, doña Ignacia, fue éste su tercer matrimonio. En el año de 1711 la pareja se trasladó a la Nueva España y fijo su residencia en la antigua Hacienda de San Francisco de los Patos, hoy General Cepeda, Coahuila. Doña Ignacia falleció en el mes de noviembre de 1733, algunos meses antes de la muerte de su esposo.

Don Joseph de Azlor murió “afectado del pecho”, enfermedad que se le agudizó con los fuertes fríos que se dejaron sentir en ese invierno en la región de Parras y patos. Tenía al morir, 57 años de edad y su deceso se produjo unas horas antes del amanecer de ese frío día de marzo 9 de 1734. Inmediatamente después de su muerte, el cuerpo del Marqués, fue vestido con su uniforme militar de gran gala, con botonadura de oro; se le colocó su espadín, en uno de sus dedos de la mano diestra se le puso su anillo con su escudo de armas y sobre el pecho un medallón con la efigie del apóstol Santiago, que solía usar en las grandes ocasiones. Como era la costumbre de aquellas épocas, así permaneció en cuerpo inerte del Marqués en su lecho por algunas horas, entre las oraciones balbucientes del padre Delfín, que se hacía acompañar por familiares, amistades y algunos sirvientes de la hacienda. Posteriormente se colocó en cuerpo en un ataúd de madera de pino, recubierto de terciopelo azul marino, con tapa del mismo material y se le llevó a la parroquia de la iglesia de Patos. El ataúd fue cargado de la casa a la iglesia por cuatro negros esclavos de la hacienda. Allí se dijo una misa de cuerpo presente por el mismo padre Delfín, el cual había asistido en sus últimos momentos. Mientras esto sucedía en la iglesia, el mayordomo de la hacienda se encargaba de hacer los preparativos para iniciar el viaje a Parras, en donde sería sepultado el señor Virto de Vera. El mayordomo envió un grupo de cuatro hombres a caballo, con el rumbo de Parras para que dieran la mala nueva a las autoridades civiles y eclesiásticas del lugar; por otra parte, se encomendaría al mayordomo de la hacienda de Parras (del Rosario), para que hiciese todas las diligencias pertinentes con el señor cura del lugar, don Manuel de Valdés, para que preparase con los sacerdotes jesuitas el sepelio, que se llevaría a cabo en una de las capillas del templo del Colegio de la Compañía. Los emisarios, de paso, darían también aviso de la mala noticia a los habitantes de Castañuela y Patagalana.

RECORRIDO DE PATOS A CASTANUELA.

Después de la ceremonia religiosa en la iglesia de patos, los restos del Marqués fueron puestos en una carreta y se cubrió el ataúd con una manta negra, para iniciar el viaje a Parras. El cortejo estaba formado por la carreta fúnebre, dos coches en donde viajaban las hijas del Marqués, doña Josefa y doña Ignacia, que se hacían acompañar de dos sirvientas de origen mulato; iba también don Juan de Urtassum, apoderado del señor Marqués, el presbítero José de Tinaxas y Vallesteros, vecino de Mazapil y amigo de la familia y el notario público Pedro Ysla y Palacio. Cerraba el cortejo una cuarta carreta, que cargaba algunos víveres para el viaje, los baúles que contenían ropa de cambio de los viajeros y alguna considerable cantidad de candelas que se utilizarían en las ceremonias posteriores. El grupo era resguardado por cerca de 20 escolteros de las fuerzas de vigilancia del propio Marqués. La marcha se inició aproximadamente a las diez de esa nublada y fría mañana de marzo de 1734. Se hizo el plan de realizar el viaje en dos etapas; el primer día llegarían hasta Castañuela en donde pernoctarían y seguirían el viaje a Parras el día siguiente. El primer recorrido se hizo a un paso más o menos regular, debido al terreno fácil de andar y se pensaba llegar a Castañuela a las tres de la tarde. Cerca del mediodía, al tratar de cruzar un arroyuelo denominado de San Antonio, la carreta fúnebre sufrió una descompostura en una de las ruedas traseras, situación que fue aprovechada por los viajeros para tomar sus alimentos, estos consistieron en barbacoa, pan de trigo, frijoles, queso fresco de cabra, vino Carlon de las bodegas de Parras y alguna fruta de la estación. A la una y treinta de la tarde prosiguió el viaje y como a media legua antes de llegar a Castañuela, un grupo de aproximadamente diez jinetes aguardaban la llegada del cortejo, al cual acompañaron n el tramo mencionado. Al acercarse la comitiva a la hacienda, se les unieron otras personas, en su mayoría sirvientes de origen mulato, y uno que otro indio laborío de la misma hacienda. El semblante de los lugareños más que de pesar, era de asombro, al ver llegar a tan distinguidos visitantes acompañando el féretro con un muerto por delante. Eran las cuatro de la tarde del 9 de marzo de 1734. Se recorrieron aproximadamente 10 leguas.

SANTIAGO DE LA CASTANUELA.

El cortejo llegó directamente a las puertas de la pequeña iglesia del lugar, que cabe decirlo, era muy modesta en todos los aspectos. Estaba un poco descuidada y le faltaba el correspondiente mantenimiento a su construcción. Este recinto era un cañón muy corto y angosto de 8 por 18 varas, con su puerta principal con rumbo hacia el poniente. Tenía solo dos ventanas, una daba hacia el norte y la otra hacia los cerros del sur, razón de sobra para que su interior resultase algo obscuro. Fue construida de piedras muy cafés y adobes; su piso era de loza negra y su techo de morillos y madera recubiertos de tierra aplanada. En esa se veneraban las imágenes del apóstol Santiago como patrono del lugar, a Jesús Crucificado y a la Virgen del Pilar. Esta última de bulto y había sido traída al lugar por doña Isabel de Urdiñola, hacia el año de 1640, en una de sus muchas pasadas por esta hacienda. Existían en las paredes de la iglesia otras pequeñas imágenes en lienzo, muy despintadas y muy descuidadas, razones por las cuales no se sabía a ciencia cierta a que Santo o Santa representaban. La puerta principal era de dos hojas, de madera muy maltratada, de color gris y bastante reseca. Allí en el interior de la iglesita, habían sido enterrados algunos fallecidos hasta el año de 1678, fecha en que se prohibió esa práctica por lo reducido y saturado del lugar.

El ataúd que contenía los restos del señor Marqués fue introducvido a la iglesia y se le colocó frente al altar sobre unos bancos de madera que se habían traído ex profeso para la ocasión de la hacienda de los Patos. El reducido espacio del sacro recinto pronto se llenó de curiosos lugareños que inmediatamente se unieron en una oración comunitaria con el padre Delfín; se rezaron algunas letanías y responsos y algún canto religiosos, muy propios para el momento que estaban viviendo. Las damas y los caballeros de la comitiva se dirigieron a la Casa Grande de la hacienda para tratar de descansar un rato, asearse un poco y quitarse el polvo del camino. La casa grande era un cuadro de aproximadamente 60 varas por lado, con su cocina y comedor, cuatro cuartos que servían de dormitorios y otros dos que se utilizaban como bodegas. Su mobiliario era nada más que lo necesario, sin lujos de ninguna clase. En la parte trasera de las habitaciones quedaba un amplio espacio dedicado al corral, en donde se tenía un buen número de gallinas, cabras y borregos. Existía también un pequeño huertecillo con vides, árboles frutales y hortalizas. Había agua en la cantidad que el lugar requería, proveniente de un pequeño manantial que se sitúa en los cerros ubicados hacia el sur.

Los escolteros y cocheros se dedicaron a desenganchar y desensillar las cabalgaduras para llevarlas a los corrales de la hacienda, en donde se les daría de comer y de beber. Algunos de los escolteros no eran muy desconocidos entre los lugareños, por las continuas rondas de vigilancia que de tiempo en tiempo realizaban por los ranchos y haciendas del Marqués, para brindar protección a los pobladores, de los constantes ataques de los indios barbaros. A eso de las cinco y treinta de la tarde, doña Josefa y doña Ignacia, herederas del Marquesado de San Miguel de Aguayo, se dirigieron, junto con sus acompañantes a la pequeña iglesia en donde las esperaban el padre Delfín, para rezar el Santo Rosario por intercesión del difunto y en honor de la Virgen María.

El ataúd estaba flanqueado por cuatro candelas de regular tamaño colocadas en otros tantos candelabros de madera ya muy reseca y de un color muy gris. A esa hora las sombras de los cerros del suroeste del poblado habían caído sobre el caserío, solo se veía la amarillenta luz del sol invernal en la lejanía, hacia la extensa llanura de la Paila, al norte de la hacienda. De las chimeneas de la casa grande y de las casitas de los sirvientes del lugar, salían tenues columnas de humo que llevaban consigo el apetitoso aroma de los alimentos que se consumirían esa noche. Las casitas de los lugareños formaban plaza con la iglesita y casa principal. La mayoría de las viviendas constaban cuando mucho de 2 o 3 habitaciones, una dedicada a la cocina y comedor y las o las otras las usaban como dormitorios, sin importar el número de gente que en ellas vivían.

Al Terminar el Santo Rosario, todos los asistentes salieron del recinto. Solo quedaron allí doña Josefa, doña Ignacia, el padre Tinaxas, el padre Delfín y el apoderado don Juan de Urtassum. En ese momento y a petición de las marquesas, quisieron ellas hacer sus muy personales promesas ante la imagen de Jesús Crucificado y ante el cuero de su señor padre. La primera de ellas, doña Josefa, con voz firme prometió proseguir conservando la noble estirpe de los Urdiñola y, por consiguiente, el título nobiliario del Marquesado de San Migueel de Aguayo y Santa Olaya “para velar por el bienestar de los pobladores de la región, e sus esclavos y sirvientes, y para la protección de sus ranchos y haciendas del constante acoso de los indios bárbaros del norte”, y agregó que “todo ello era para perpetuar la nobleza de sus antecesores y sobre todo de su cuarto abuelo don Francisco de Urdiñola”. Con esas declaraciones doña Josefa estaba tomando la estafeta de su difunto padre como hija primogénita para seguir adelante con la conservación y procreación de los Urdiñola. En ese año doña Josefa estaba cumpliendo 26 años de edad; había nacido en Pamplona, España, en el año de 1708 y fue traída a la Nueva España a la edad de cuatro años.

Doña María Ignacia, por su parte, se concretó a ratificar la promesa hecha algunos meses antes a su madre en el lecho de muerte, que era la dedicar lo mejor de su vida en servicio del prójimo, sobre todo de aquellos más necesitados. Deseaba estar lejos de los bienes materiales y de las cosas del mundo que le rodeaban en esos momentos; para ello ingresaría en algún convento de monjas para seguir con sus enseñanzas y le pediría a Dios le guiase en tan difícil y sacrificada labor. Doña Ignacia, nació en la hacienda de los Patos en 1715, por lo que en ese año había cumplido 19 años de edad. Allí, en aquella iglesita perdida en un rinconcito de las sierras del sur de la región de Paila, ese 9 de marzo de 1734, se estaban fijando las bases y los destinos muy opuestos de dos hermanas. Doña Josefa se casó en 1735, con don Francisco Valdivielso, Conde de San Pedro del Álamo y juntos conformaron la tercera generación con el título del Marquesado de San Miguel de Aguayo. En su tiempo esta unión “constituyó la fusión más espectacular de la vieja y nueva riqueza de la época”, doña Ignacia marchó en el año de 1737, con rumbo de la Madre Patria con la intención de internarse en el Convento de la Compañía de María Santísima de Tudel, en Navarra. Allí estuvo por espacio de ocho años, terminó sus estudios en 1745 y ese mismo año regresó a la Nueva España, en cuya capital fundó el Colegio de la Enseñanza en el año de 1755. Después de aquella sencilla pero emotiva ceremonia, las dos señoras, los sacerdotes y el apoderado se retiraron a la casa principal de la hacienda con el fin de tomar los alimentos de la noche. Las sombras de la noche ya habían aparecido en ese lugar tan apacible, y por doquier se escuchaba el canto de los grillos y de allá de los ceros surgían los inquietantes aullidos de lobos y coyotes. La cena que tomaron los visitantes consistió en leche hervida de vaca y algunas galletillas de trigo con mermelada de membrillo, los caballeros se tomaron un té negro con poco de aguardiente, según ellos para descansar mejor durante la noche. Después se retiraron a sus respectivos aposentos para tratar de dormir y prepararse para la jornada del día siguiente, que presagiaba ser un poco más cansada que la vivida en el día que se estaba terminando.

La iglesia quedó resguardada por los escolteros, que se turnarían para hacer guardia toda la noche. Tampoco faltarían las guardias voluntarias de los lugareños, que estarían ofreciendo sus rezos al creador por el alma del difunto señor. En esas primeras horas de la noche se lograba divisar en el llano de la Paila no menos de seis fogatas, encendidas por otros tantos grupos de indios bárbaros, que siempre merodeaban por esos lugares tan desolados e inhóspitos. La noche era muy fría y la obscuridad lucía de una negrura intensa y el cielo muy hermoso tapizado de incontables lucecillas titilantes que invitaban a la meditación y a entrar en comunión muy estrecha con el espíritu y con Dios. No faltó aquella noche el hecho de que algunos de los escolteros, después de realizar su correspondiente guardia, se tomaron unos tragos de aguardiente de Parras para calmar un poco el frío; y allá se fueron, por el rumbo del cementerio, a orillas de una pequeña acequia, a un costado del arroyo, que conducía el agua que salía de un pequeño manantial, situado entre los cerros, a seguir bebiendo y en ocasiones, los trasnochados vigilantes dejaban salir de sus pechos, alguna irreverente carcajada que se escuchaba hasta el caserío de la hacienda.SEGUIMOS CON LO HECHOS....

FUENTES:
.-ARCHIVO MARIA Y MATHEO DE PARRAS. Libros de entierros de fechas señaladas.
*.-VARGAS LOBSINGER MARIA Formación y Decadencia de una Fortuna. Los Mayorazgos de San Miguel de Aguayo y de San Pedro del Álamo. 1583-1823. U.N.A.M. México 1992.
*.- CANALES SANTOS ALVARO. El Marqués de Aguayo. Saltillo, Coah. Marzo 1984.


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